Juan de Elena,
personaje real que vivió en la segunda mitad del siglo XIX, fue un hombre de
aguda inteligencia, instruido, ocurrente, cordial y, sobre todo, con una
desmesurada querencia a la holganza. Durante toda su vida puso a trabajar al mucho ingenio que tenía para no
tener que hacerlo él. Este le procuró las más inauditas colocaciones, aunque
poco le duraron por la mucha estima que profesaba a la gandulería.
En cierta ocasión, ingresó de lego en un convento con el único propósito de comer sin trabajar durante
algún tiempo. Un día le ordenaron que plantase lechugas en el huerto, fray
Juan, para que no le volviesen a encomendar faena tan engorrosa, las ponía con la
raíz para arriba y las hojas para abajo.
Un fraile que por allí pasaba, al contemplar aquella insólita plantación lechugueril, se dirigió presuroso al extravagante hortelano.
Un fraile que por allí pasaba, al contemplar aquella insólita plantación lechugueril, se dirigió presuroso al extravagante hortelano.
- Hermano Juan, está
usted poniendo las lechugas al revés.
- Padre Luis, a Dios
querer nada es imposible. ¿Acaso duda su paternidad del poder omnímodo del
Altísimo?
Ante argumento teológico
tan categórico, nada supo objetar el pobre fraile.
Desconocemos lo que
dispuso el Altísimo sobre las lechugas plantadas por fray Juan, sin embargo, sí
sabemos que nuestro protagonista salió del convento como lo hicieron Adán y Eva
del paraíso.
Muchas otras
ocupaciones le procuró su ingenio, pero desengañado este porque todos sus esfuerzos
resultaban baldíos, decidió casarlo con una maestra, provechoso negocio que le permitió disfrutar de una placentera holganza durante el resto de su vida…