Por aquel entonces
Pablito aún no había cumplido los doce años, residía con sus padres en la
capital y al comienzo de cada verano aparecían todos por el pueblo acompañados
de una nutrida servidumbre. La casa de sus abuelos, donde se alojaban, tenía un
inmenso jardín lleno de sombras y surcado por numerosos senderos y acequias.
Después de la siesta, Mariano, Pepito, Juan, Manolo, Curro, Antonio y yo nos
reuníamos con él para jugar en aquel paraíso: recorríamos los caminos,
chapoteábamos en las regueras o, a veces, cogíamos frutos de algunos árboles
para utilizarlos como munición en las batallas que solíamos disputar cuando
jugábamos a la guerra.
Aquel verano Pablito
nos sorprendió o, al menos, lo intentó con unos juegos de magia. Le habían
regalado una gigantesca maleta bien pertrechada de cachivaches con los que,
supuestamente, se podían realizar los más inverosímiles prodigios. Nosotros la
mirábamos sorprendidos y nos preguntábamos qué guardaría tan misterioso
baluarte, pero se negó a enseñarnos el contenido porque la visión de lo allí guardado
solo estaba reservada al mago, que era él.
Una tarde nos convocó
para hacernos una exhibición de sus saberes “truqueriles” y agasajarnos después
con una seductora merienda. A la hora establecida acudimos todos,
nos acomodaron en unos asientos que previamente habían preparado
y esperamos expectantes el comienzo de la prometida sesión; entonces apareció
Pablito vestido de mago: llevaba una capa negra sobre los hombros y cubría su
cabeza con una enorme chistera. Le dimos un caluroso aplauso que agradeció con
generosas reverencias y que a punto estuvieron de derribar el descomunal
sombrero. Ejecutó un primer truco que nos dejó atónitos, lo cual contribuyó a
insuflarle no pocos ánimos; sin embargo, a medida que avanzaba la función, y
debido a su escasas habilidades para hacer pasar lo prodigioso por real, el
avispado público comenzó a descubrir las artimañas empleadas por el
prestidigitador: averiguaba dónde estaba el pañuelo desaparecido, cuál era la
carta que había que adivinar o qué había escondido en el doble fondo de la
chistera. Viendo cómo el negocio naufragaba, arrancó a llorar
emitiendo unos desgarradores lamentos que fueron oídos por las criadas de
la casa, las cuales acudieron en tropel en auxilio del joven mago. Una se
acercó a consolarlo, en cambio, otras, creyendo que le habíamos infligido algún
daño, se dirigieron hacia nosotros con perversas intenciones. Ante un panorama
tan inquietante, emprendimos con gran premura la huida seguidos de dos jóvenes
fámulas que, escoba en mano, nos perseguían con gran encono. La fortuna quiso
que abandonáramos la estancia, no sin antes haber recibido algún que otro
escobazo, y alcanzáramos el jardín, donde con gran celeridad nos dispersamos y
pusimos a salvo de tan malvadas y tenaces perseguidoras que, ante la imposibilidad
de darnos alcance, vociferaban temibles amenazas contra nosotros.
Recuperados de
la extenuante galopada y con el amor propio resquebrajado, nos juntamos de
nuevo para abandonar con presteza lugar tan inhóspito. Y así, de esta manera
tan poco airosa, fue cómo nos arrojaron de aquel paraíso, a pesar de no
haber mordido ninguna manzana.
Una vez cumplido el
periodo de destierro, volvimos a encontrarnos con el malogrado ilusionista que,
aprendida la lección, ya nunca se atrevió a enfundarse en el traje de
mago, al menos, en presencia de tan vapuleados espectadores ...