Frecuento
una parada de autobús situada junto a un semáforo. Mientras espero la llegada de
la mole rodante, observo cómo un chico negro intenta vender pañuelos de papel a
los conductores de los vehículos detenidos. La actitud de estos ante la oferta pañuelil es muy variopinta: subir el
cristal, mirar para otro lado, hacer un leve gesto con la cabeza o la mano…
Cuando se enciende la luz verde, se coloca en la acera a esperar que se ponga
roja para comenzar de nuevo la faena.
Un
día en uno de esos intervalos, mantuvimos una breve conversación y me vino a decir que
si escasas eran las ventas, aún eran menores las ganancias, a pesar de estar
casi doce horas diarias zigzagueando entre los automóviles.
Nada
sorprendido por tal revelación, le pedí que me vendiese algunos pañuelos. Me
miró extrañado y me contestó que a los amigos se les regalan las cosas, pero
nunca se les vende nada. Entretanto llegó el autobús, algo desconcertado subí a él
y, acomodado en el asiento, miré por la ventanilla y lo vi entre los coches
ofreciendo a los conductores su invendible mercancía…