jueves, 19 de agosto de 2010

Una historia sin historia


Una sofocante tarde de julio, mientras caminaba por la ciudad de X, el calor, más que la devoción, me empujó al interior de una iglesia. Tomé asiento en un banco, y, cuando mis ojos se acomodaron a la luz cenicienta que invadía el recinto, vislumbré a mi derecha una lápida en la que pude leer, no sin cierta dificultad, que yacían allí los restos de la condesa de M., finada en 1632 a la edad de veinte años. No lejos de esta, distinguí otra en la que se refería la muerte del conde M., esposo de la anterior, fallecido meses después a la edad de veintidós años.
Los efectos de la canícula junto con la lectura de sendas inscripciones marmóreas desataron mi fantasía y en mi imaginación se forjaron truculentas historias de la más variopinta condición (amor, celos, infidelidades, venganzas, traiciones…), pero todas ellas tan disparatadas y desmedidas que ninguna merece ser contada aquí. Por ello, lector, sé tú, con las mimbres que te ofrezco, el hacedor de tu propia historia y acomódala a tu gusto y conveniencia.
Casi una hora llevaba con el pensamiento perdido en estas ensoñaciones, cuando decidí abandonar lugar. Al salir fui agasajado con un cálido y concurrido recibimiento: a la sombra, me esperaban treinta y nueve grados; al sol, muchos más que a la sombra; y además, desde un extremo de la calle, acudían a mi encuentro incontables bocanadas de un vientecillo abrasador.