lunes, 20 de diciembre de 2010

Postal de felicitación



Si fuese poeta escribiría unos versos, pero nunca me sentí con capacidad para desempeñar con solvencia tal menester. Por ello, como postal de felicitación, he escogido esta florecilla de pétalos aterciopelados y brillantes. Se llama Anchusa azurea, y aunque su menguado tamaño le resta vistosidad, no se le puede negar belleza, singularidad y distinción. La foto la hice la pasada primavera pasada y es posible que alguno de ustedes haya reparado en ella. 
Mis mejores deseos, pues, para todos aquellos que leyeron este blog, lo comentaron o hicieron ambas cosas: que paséis unas agradables Navidades y disfrutéis un venturoso Año Nuevo. Sean felices o, al menos, inténtelo…

jueves, 2 de diciembre de 2010

Cavilaciones de un cincuentón



Las sociedades acomodadas de nuestro tiempo rinden un culto desmedido a lo novedoso (artilugios electrónicos, automóviles, ropa, etc.), y, al mismo tiempo, profesan un rechazo a todo aquello que el tiempo convierte en obsoleto. Como este principio también se aplica a los individuos que tales sociedades acogen, casi todos ellos quieren ser jóvenes, pero ante la imposibilidad de alcanzar tal propósito, ponen todo su empeño en aparentarlo.
El mercado, sabedor de esta aspiración, responde con una variadísima oferta de soluciones artificiosas (cosméticos, implantes, cirugía, moda, etc.); aunque nada hay de objetable en tales propuestas, si contribuyen a que cada cual se sienta reconciliado con su aspecto.
Sin embargo, resulta paradójico que, a pesar de que cada año vivido nos acerca al periodo que nos inquieta y nos aleja de la etapa añorada, celebremos una fiesta cuando cumplimos años; caso aparte son los niños y los jóvenes: los primeros, porque no tienen conciencia del transcurrir del tiempo; los segundos, porque creen que la juventud no los abandonará nunca. Pienso que ni las ceremonias oficiadas en honor al dios Chronos conseguirán detener su imparable andadura, ni las composturas que hagamos a nuestro cuerpo lograrán confundirlo. Nadie engaña al tiempo: somos lo que él ha hecho de nosotros porque, querámoslo o no, desde siempre ha sido nuestro dueño y señor…




lunes, 1 de noviembre de 2010

La planta de las mil leyendas


Año tras año, esta planta acude con puntualidad a la cita contraída con el otoño. Su nombre: la mandrágora (Mandragora autumnalis), que en el lenguaje de las flores significa horror.
Sus raíces, que recuerdan lejanamente la forma del cuerpo humano, han sido consideradas como portadoras de poderes mágicos. Este hecho ha dado lugar a las muchas y variadas leyendas que se le atribuyen. El filósofo griego Teofrasto, discípulo de Aristóteles, nos dice que su raíz se utilizaba para los filtros amorosos. Plinio, escritor y naturalista latino, cuenta que cuando se quería arrancar la mandrágora se cavaba la tierra alrededor de la raíz, se ataba esta con una cuerda y el otro extremo se amarraba al cuello de un perro, luego se hostigaba a animal para que tirase. Al extraerla, la planta profería un grito espantoso y el perro moría. De esta manera, se evitaba el castigo destinado al que la arrancaba y se podía utilizar como talismán. Durante la Edad Media, sus raíces se tallaban para aumentar su semejanza con la figura humana y se conservaban como muñecas, a las que se vestía y ofrecía alimento: su función era atraer la buena suerte sobre la casa. En algunos países se fabricaban amuletos de la buena suerte. También era utilizada en los exorcismos para alejar los demonios de los posesos.
La Literatura, que tampoco ha escapado a su hechizo, la menciona en sus libros con frecuencia. Sirva lo que sigue como refrendo de lo anterior. En el Génesis (30, 14-15), Raquel pide a Lía que le entregue las mandrágoras que su hijo ha encontrado en el campo, pues ya estaba extendida la creencia de sus propiedades fecundatorias. Asimismo, se cita en el Cantar (7,14). Maquiavelo, estadista y escritor italiano, hacia 1513 escribió La Mandrágora, comedia en cinco actos, en la que Calímaco, enamorado de Lucrecia, hace creer al marido de esta que posee una receta de poción de mandrágora, la cual convierte en fecundas a las mujeres estériles. En Romeo y Julieta (acto IV, escena III), Shakespeare pone en boca de Julieta la comparación de los gritos que cree oír en la tumba con los gritos que, se dice, emite la mandrágora al ser arrancada, que volvía locos a los que lo oían y mataba al que la arrancaba. También da nombre a una importante revista literaria fundada en Chile en 1938.
En estos días, cuando el otoño ha recorrido un buen trecho del tramo que lo separa del invierno, he visto que varias de estas plantas prosperan junto a un bosquecillo de encinas. El paraje nada tiene de inquietante: más bien todo lo contrario; sin embargo, cuentan que en las inmediaciones del lugar han ocurrido algunas desgracias. Ninguna relación -pienso- hay entre los lamentables sucesos y la presencia de tales plantas o, a lo mejor, puede que la haya...

domingo, 10 de octubre de 2010

Viaje de ida

 En las postrimerías del siglo anterior al pasado, una temible epidemia de cólera se ensañó de manera   implacable con las gentes de varias regiones españolas.
Valentina, una joven de veinticuatro años, no escapó al cruel envite de la temible enfermedad: durante varios días su organismo se rebeló, pero el mal desplegó tal poderío que debilitó su cuerpo hasta la extenuación.
Valentina estaba casada con Gregorio y tenían una hija, Paula, que, a la sazón, no había cumplido los tres años. El joven marido, abrumado por la muerte de su esposa y por la responsabilidad de criar y educar una niña de tan corta edad, pidió a los padres de Ana que se hiciesen cargo de Paula. Transcurrido un tiempo, y agobiado por la penosa situación anímica que atravesaba, emprendió viaje a Buenos Aires, ciudad a la que arribó algunas semanas después. Sin embargo, a partir de su llegada, ya nunca se supo nada de él. Lector, si crees que quiero colocarte un relato de tintes tan folletinescos como el narrado en la página anterior, te equivocas: Paula era la madre de mi madre.
Esta historia se la oí de pequeño a mi abuela, como ella, a su vez, la oyó de la suya y yo, a mi vez, después de un siglo, la vuelvo a contar aquí. Seguro estoy que será leída por algunos pobladores de aquellas tierras que nuestro viajero pisó; lugares, que lo cautivaron y atraparon con tal fuerza, que ya no quiso o no pudo abandonar jamás.
A veces, la vida es así de extraña…



  

jueves, 9 de septiembre de 2010

Una historia con historia (vea la entrada anterior)


Hoy os quiero narrar una de las disparatadas historias que mi extraviada imaginación fabricó cuando, aquella asfixiante tarde de verano, la implacable canícula me acorraló en el interior de una iglesia. Con no poca reticencia, acometo el prometido relato, ya veremos cómo queda.

Elena, hija menor del duque de R., fue prometida a la edad de diez años al conde de M., algo mayor que ella. Los años convirtieron a la niña en una hermosa doncella, y fue entonces cuando el amor, que no entiende de pactos ni de acuerdos, la conquistó: se prendó de un apuesto joven que respondía al nombre de Jaime; pero este, sabedor del compromiso que la ligaba al conde, mudó de aires y nunca se supo ya nada de él. En la intimidad de su mente, la joven ocultó su aflicción y el temor a ser olvidada; mientras, el tiempo transcurría pausado y monótono…
Llegó el día en que Elena fue convertida en condesa, pero ni el amor del conde ni las atenciones que le prodigaba lograron sacarla de su desventura. Tomó la costumbre de dar largos paseos por los jardines que rodeaban su residencia; cierta tarde, mientras descansaba en un banco a la sombra de un cedro, un jilguero se posó sobre su hombro y comenzó a arrullarla con sus trinos. A partir de ese día, siempre que pasaba por ese lugar, el jilguero salía a su encuentro, esto hizo nacer en su interior un nuevo entusiasmo, aunque le poco duró: la desdicha y la languidez, sus inseparables compañeras, se negaban a dejarla. Un día la condesa enfermó, los médicos no supieron diagnosticar qué mal la aquejaba y, a medida que pasaba el tiempo, empeoraba. Una tarde que se encontraba muy grave, el jilguero apareció en el alféizar de la ventana y llenó con sus trinos la habitación; la enferma abrió los ojos, sonrió y los volvió a cerrar…, horas más tarde murió. El conde, consternado por la pérdida, se enroló en una arriesgada misión de la que no regresó con vida.
Cuentan que la tarde que murió la condesa una pareja de jilgueros voló largo rato por el jardín: él parecía cortejarla cantando y exhibiendo el colorido de su plumaje, ella seguía embelesada su vuelo. Se posaron en las copas de algunos árboles y, finalmente, emprendieron un largo vuelo hasta perderse en la lejanía del horizonte.

Esta es una las tantas historias que rondaron por mi cabeza aquella sofocante tarde de julio; historia, a mi entender, de calidad harto dudosa, pues aquello que escribí casi siempre se sirvió más de lo conocido que de lo fantaseado.

jueves, 19 de agosto de 2010

Una historia sin historia


Una sofocante tarde de julio, mientras caminaba por la ciudad de X, el calor, más que la devoción, me empujó al interior de una iglesia. Tomé asiento en un banco, y, cuando mis ojos se acomodaron a la luz cenicienta que invadía el recinto, vislumbré a mi derecha una lápida en la que pude leer, no sin cierta dificultad, que yacían allí los restos de la condesa de M., finada en 1632 a la edad de veinte años. No lejos de esta, distinguí otra en la que se refería la muerte del conde M., esposo de la anterior, fallecido meses después a la edad de veintidós años.
Los efectos de la canícula junto con la lectura de sendas inscripciones marmóreas desataron mi fantasía y en mi imaginación se forjaron truculentas historias de la más variopinta condición (amor, celos, infidelidades, venganzas, traiciones…), pero todas ellas tan disparatadas y desmedidas que ninguna merece ser contada aquí. Por ello, lector, sé tú, con las mimbres que te ofrezco, el hacedor de tu propia historia y acomódala a tu gusto y conveniencia.
Casi una hora llevaba con el pensamiento perdido en estas ensoñaciones, cuando decidí abandonar lugar. Al salir fui agasajado con un cálido y concurrido recibimiento: a la sombra, me esperaban treinta y nueve grados; al sol, muchos más que a la sombra; y además, desde un extremo de la calle, acudían a mi encuentro incontables bocanadas de un vientecillo abrasador.

miércoles, 16 de junio de 2010

El comensal

Días pasados, mientras almorzaba en un restaurante, un solitario personaje se disponía a quebrantar el descanso del cubierto que delante tenía en una mesa cercana a la mía. Con esa intención, pidió un plato cuyo nombre era una amalgama de sustantivos, adjetivos y preposiciones: tan complejo y prolongado era, que su cabal significado –creo- solo quedaba reservado a personas versadas en la moderna terminología gastronómica.
Poco tiempo había transcurrido cuando, nuestro protagonista, llamó al camarero y se interesó por la naturaleza de alguno de los componentes del plato servido, como este tampoco era sabedor de todos los secretos que ocultaba tan complejo nombre, acudió al cocinero con la intención de documentarse. Al volver, resolvió con soltura aquel galimatías que daba nombre al supuesto manjar, tarea a la que se aplicó durante más de diez minutos.
Aún no se había repuesto el camarero de su brillante exposición, cuando de nuevo fue requerido para que trajese una botella de agua, motivo este, que dio lugar a un nuevo coloquio sobre si los envases idóneos deben ser oscuros, que si botellas de plástico o cristal, que si agua natural o mineral, etc.
Hacía ya rato que cuchillo y tenedor habían recuperado el reposo, cuando el buen hombre pidió la carta de postres. Acudió otro camarero que, haciendo gala de una sólida formación reposteril, asesoró con autoridad y, al parecer, acierto a nuestro protagonista.
Muy complacido debió quedar el anciano cuando dejó una cuantiosa e inusual propina de casi cincuenta euros. Entonces comprendí cabalmente lo ocurrido: no solo había ido a comer, sino también a degustar unos momentos de conversación; y ahora trataba de recompensar la generosa ración de palabras que había consumido.
Apuré el café, pagué la cuenta, dejé una minúscula propina y salí del restaurante.

lunes, 12 de abril de 2010

Ofrenda


Esta es la página donde se cuentan las tribulaciones, peripecias y avatares vividos por un grupo de alumnos y su profesor cuando, cierta mañana primaveral, uno de ellos, acometido por un arrebatador impulso de fervor, elevó una generosa ofrenda a Eolo en lugar desacertado para oficiar, con el decoro y consideración debidos, tan ceremonioso ritual; pero dejemos los prolegómenos y conozcamos la devota proeza llevada a cabo por nuestro singular personaje.
Apenas eran diez los minutos consumidos de clase cuando, de improviso, una ensordecedora detonación irrumpió en el aula. Los presentes, atónitos, confundidos y atemorizados especulaban sobre la causa de tal estrépito. El profesor, quebrantado de ánimo, pero dominando con cierta entereza los cobardes impulsos que porfiadamente le incitaban a huir, logró averiguar que un alumno, incapaz de gobernar las violentas turbulencias que pugnaban por evadirse de su interior, había expelido una majestuosa y desgarradora ventosidad, acompañada de sonorísimo estruendo y de intensos efluvios que, sin tardanza, conquistaron hasta el último rincón del aula. En vista de lo cual, el profesor, con objeto de facilitar la salida del fluido arrojado, dispuso la inmediata apertura de puertas y ventanas, y, temiendo que los presentes fuesen víctimas de una nueva fumigación, dispuso la expulsión de tan principal ventoseador.

lunes, 1 de marzo de 2010

Peregrinaje de una radiografía



Al parecer, las radiografías contienen sales de plata que, una vez recicladas mediante un proceso no contaminante, se pueden fundir en lingotes. Los beneficios obtenidos con su venta son enviados a una ONG que los emplea en financiar programas de tratamiento de enfermedades infantiles, desinfección de agua, etc. Cabe pensar que nuestras radiografías inservibles, si las depositamos en el lugar adecuado, contribuyen a la protección del medio ambiente y, al mismo tiempo, ayudan al desarrollo de programas de ayuda humanitaria. Y todo ello, sin que nuestro bolsillo sufra perjuicio alguno, circunstancia, esta última, que acrecienta nuestra generosidad hasta límites insospechados.
Esto es lo que pensaba cuando, henchido mi espíritu por el gesto solidario que iba a realizar, me encaminé presuroso hacia una farmacia -lugar de recogida, según me habían dicho- para entregar la radiografía desechada. Llegado al establecimiento, farmacéutico y auxiliares, rebosantes de amabilidad, me indicaron que ellos no la recogían, pero que la llevase a un centro radiológico a ver si allí se la quedaban. Personeme en el lugar y, con gran gentileza, recibí la misma respuesta que en el sitio anterior, pero me dieron la dirección de otra farmacia. Me encaminé a las nuevas señas y obtuve el mismo resultado, pero, con gran cordialidad, me remitieron a una tercera. Con poco convencimiento arribé al nuevo local, y no me equivocaba: esta vez fui reexpedido a una iglesia donde mi acompañante sería bien acogida. Enfilé el camino hacia el templo con la esperanza de ver cumplida la abnegada y, a estas alturas, ardua misión que me había impuesto. A una mujer que allí se encontraba le expuse mi negocio y, a su vez, me reenvió a otra parroquia, donde los chicos de una ONG se encargaban de la recogida. Púseme en camino hacia el nuevo templo y cuando, por fin, llegué… estaba cerrado. Había visitado cinco o seis establecimientos, conversado con más de veinte personas, caminado durante más de dos horas…, y la placa aún no había sido adoptada.
Con el ánimo abatido, marchaba por una calle donde cada cincuenta metros se erguía, a modo de campana invertida, una hermosa papelera. La visión de tan campanudos recipientes debilitó mi espíritu solidario: rebasé los cinco primeros pero, llegando al sexto, no pude resistir la tentación y le entregué el preciado depósito de sales de plata.
Si algún viandante fue testigo de la traumática separación, después de censurar el acto, pudo pensar que las radiografías se reciclan, que los beneficios obtenidos se destinan a…, que existen lugares de recogida, etc.; es decir, exactamente lo mismo que yo opinaba antes de iniciar el peregrinaje.

lunes, 1 de febrero de 2010

Réquiem por un ficus

Cada año miles de árboles son víctimas de la sierra mecánica o el hacha, no solo en la soledad de los campos, sino también en el interior de pueblos y ciudades. Viene esto al hilo de lo ocurrido al árbol cuyo nombre figura en el título de esta página. Hace años, María Adela* vio cómo plantaban un ficus junto a su casa; con el tiempo, sus primeros tallos se convirtieron en ramas y estas, a su vez, se cubrieron de hojas y flores. Fue creciendo y con su ramaje formó una majestuosa copa sostenida por un recio y bien formado tronco. Su agraciada figura engalanó el lugar y se estableció entre ambos un vínculo de complicidad. Esto duró hasta que un día apareció un grupo de operarios y… Pero, cedamos la palabra a M.ª Adela y que ella relate lo acontecido…

”¡Qué triste fue tu muerte! A dentelladas mecánicas te rompieron las raíces, te amortajaron con cintas rojas y, con toda tu enorme mole, te elevaron al cielo con un bamboleo programado por la grúa. No te colocaron bien en tu ataúd, un destartalado camión te recibió torcido, de medio lado. Uno de tus brazos estorbaba, la sierra mecánica lo cortó para acomodarte. Vi cómo tu sangre blanca salía de tus venas, tenías vida, algunas ramas verdes aún permanecían en tu tronco. Las dieciocho palmeras, que te escoltaban y vigilaban como verdes soldados inhiestos y firmes, han caído contigo, su muerte ha sido rápida, son frágiles y han sucumbido pronto. No hay testigos de tu entierro, nadie filmó tu fin. Fuiste llevado calle adelante hacia el centro en contradirección, un coche policía te escoltaba.
¿Cuál será tu destino? Ya no podrás alegrarnos en la Navidad con tus luces tintineando en tu magnífica y preciosa copa, ni tu cuerpo será adornado con el tul radiante que te envolvía. ¡Cómo alegrabas a los transeúntes! ¡Cómo te piropeaba el que te veía, aunque sólo pasara en su coche bajo tus ramas!
No olvidaré tu lento caminar sobre ruedas cuando desapareciste de mí para siempre”.

Conmovedor texto de tono elegíaco, donde el sentir de la palabra, convertido en lamento, no ha dejado resquicio para en él se adentren el artificio y la afectación.








*María Adela Rojo Fernández